La
exhortación apostólica «Evangelii gaudium» (La alegría del Evangelio) del Papa
Francisco es una propuesta de vida impresionante. Una invitación a que
repensemos nuestra vida, personal, social, eclesial, para crecer en fidelidad a
la Buena Noticia de Jesucristo, porque en ella está el camino de nuestra
realización humana, de nuestra felicidad personal y social. El Papa Francisco
nos invita a fijarnos en lo más importante, en lo que es central y sustancial
para nuestras vidas. De la gran riqueza de la exhortación queremos subrayar
algo de lo que nos parece más sustancial.
Lo
central y sustancial está en Jesucristo, es Jesucristo, y, en Él, está en la
sagrada dignidad de toda persona y en la sagrada dignidad de la vida de los
pobres que reclama justicia. Lo decisivo es mirar, como Jesucristo, nuestras
vidas, nuestro mundo y nuestra Iglesia, desde la misericordia, desde el amor
concreto a las personas concretas. La misericordia es la gran fuerza
transformadora de nuestras vidas y de nuestro mundo: «Amamos este magnífico
planeta donde Dios nos ha puesto, y amamos a la humanidad que lo habita, con
todos sus dramas y cansancios, con sus anhelos y esperanzas, con sus valores y
fragilidades. La tierra es nuestra casa común y todos somos hermanos» (n. 183).
Por eso, la
«transformación misionera de la Iglesia» pasa por salir de sí misma, por
volcarse desde la misericordia en afirmar prácticamente la sagrada dignidad de
la persona, por unir nuestra vida a la vida cotidiana de las personas, en
particular de los pobres: «Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada
por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la
comodidad de aferrarse a las propias seguridades (…) Más que el temor a
equivocarnos, espero que nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras
que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces
implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera
hay una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse. “¡Dadles vosotros
de comer!” (Mc 6, 37)» (n. 49).
Nuestro
mundo y nuestras vidas serían otras si realmente acogiéramos la lógica de Dios,
si nos reconociéramos realmente como hijos y hermanos: «la vida social sería
ámbito de fraternidad, de justicia, de paz, de dignidad para todos» (n. 180).
De ello quiere ser servidora la Iglesia. Existen hoy, dice el Papa Francisco,
dos cuestiones fundamentales que determinan el futuro de la humanidad: la
inclusión social de los pobres, en una economía y un sistema social que genera
exclusión y descarta personas desde su idolatría del dinero, y la paz (fruto de
la justicia) y el diálogo social que aprecia la diversidad para construir
juntos un mundo mejor y más humano.
El cambio
que necesita nuestro mundo pasa por situar en el centro la lucha por la justicia
debida a los empobrecidos. Por eso, el Papa Francisco invita a tomarnos
completamente en serio que «cada cristiano y cada comunidad están llamados a
ser instrumentos de Dios para la liberación y la promoción de los pobres, de
manera que puedan integrarse plenamente en la sociedad» (n. 187). Escuchar el
clamor de los pobres es afrontar las causas estructurales de la injusta
pobreza, transformar esa situación, y ayudarles en sus necesidades concretas,
uniendo el cambio estructural y el personal, porque «el imperativo de escuchar
el clamor de los pobres se hace carne en nosotros cuando se nos estremecen las
entrañas ante el dolor ajeno» (n. 193). Por eso es tan importante generar una
nueva mentalidad política y económica, «crear una nueva mentalidad que piense
en términos de comunidad, de prioridad de la vida de todos sobre la apropiación
de los bienes por parte de algunos» (n. 188).
Dios
otorga a los pobres «su primera misericordia». «Por eso –dice Francisco– quiero
una Iglesia pobre para los pobres (…) La nueva evangelización es una invitación
a reconocer la fuerza salvífica de sus vidas y a ponerlos en el centro del
camino de la Iglesia» (n. 198). Porque «no deben quedar dudas ni caben
explicaciones que debiliten este mensaje tan claro. Hoy y siempre, los pobres
son los destinatarios privilegiados del Evangelio (…) Hay que decir sin vueltas
que existe un vínculo inseparable entre nuestra fe y los pobres» (n. 48).
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